miércoles, 10 de febrero de 2010

Ojos de Diamante Parte 3

Los truenos enmudecen unos segundos, dejándome a solas con los aullidos de tu sufrimiento, tan ajeno y visible. Parece que duele… sí, debe escocer mucho que pulverice el símbolo de tu virilidad. No debería importarte mucho; la última mujer que dormirá entre tus brazos será la muerte.

Mujeres… ¿crees absurdo que una mujer sea la causa de este episodio de sangre y tormento? ¿Crees absurdo que el odio sea el hermano mayor del amor? Sí, a mí también me hubiese parecido absurdo hace muchos años, antes de enamorarme, antes de conocerla. Ahora, empero, lo absurdo es tan cotidiano e inapelable como los latidos del corazón.

Escupo al suelo y divago lentamente por el ático dibujando círculos a tu alrededor como un buitre hambriento. Estás tirado en mitad de la áspera y fría superficie. Ni siquiera tienes fuerzas para moverte o pedir auxilio.

De poco te serviría…

Pulso el interruptor de la luz. Estoy cansado del rumor y de los pestañeos de la tormenta, harto de vislumbrar tu mirada dolida y tus labios rotos vestidos de penumbra. Bajo la luminosidad de la bombilla desnuda que pende del techo puedo observarte mejor y deleitarme aún más con la desdicha de tu destino.

Te odio.

Los celos, la envidia y el rencor son como el cariño, el amor y el apego, pero en un formato destructivo capaz de arrasar los corazones expuestos a su furia. Y mi corazón tiempo atrás fue arrasado por los ojos de una chica…

Ojos… no; ¡balas de diamante! ¡Flechas de sol! Si hubiese nacido ciego, no me habrían arrancado el corazón. Y tú estarías sano y salvo.

Pero es irreversible. A cada cual le corresponden ciertas cualidades, eventos y alternativas. Lo único que nos corresponde es la elección, una elección siempre subordinada a nuestro propio ego. Muy pocos son capaces de perfeccionarse así mismo, de renunciar a su personalidad y de engrandecer su alma para encontrar la felicidad, el orgullo y la gloria de quien ha cambiado para bien.

Yo, por ejemplo, he cambiado. He arruinado mi existencia por esa chica de ojos de diamante; he derrochado tiempo, amistades y fortuna por ella; he trastornado mi comportamiento por querer lograr su corazón. Pero no he cambiado para bien, sino para mal.

Lo que te estoy haciendo lo demuestra.

Una gota de fatiga me está enfriando por dentro. El esfuerzo me agota. Comprendo que tras esta noche me consumiré en la apatía y en la indolencia, seré un bastardo insensible con el único destino de colmar unos deseos desconocidos para sí mismo, buscando una felicidad que el propio corazón no puede comprender, que desconoce, y que no obstante, lo enriquece y alivia.

Es tarde, mejor será abandonar las reflexiones sobre el porvenir que sólo atestiguarán mi incertidumbre. Mejor será acabar cuanto antes…

Tras haber encendido la luz del ático, puedo descubrir una silla de madera ubicada contra la pared. La agarro por el respaldo y la sitúo frente a ti sin cesar de mirarte. Me siento en ella con el respaldo de la silla por delante de forma que puedo apoyar los codos sobre ella.

Veo que intentas incorporarte. Inútil. Las ataduras en muñecas y tobillos te impiden maniobrar. Sonrío. Nunca pensé que la crueldad pudiera embargarme de bienestar y consuelo, nunca creí que el odio pudiese parecerme algo tan hermoso como el amor. ¿Pero quién no se ha equivocado una vez, o muchas? ¿Quién puede ser tan vanidoso y empedernido como para no pedir perdón y no admitir sus defectos, sus desaciertos? ¿Quién?… Sólo se me ocurre un nombre…

Ella siempre fue tan sólida, tan inconcusa, tan soberbia y altiva. Tan orgullosa y terca. Y sin embargo, supongo que los dioses deben ser engreídos y arrogantes, pues si humildes y honrados fuesen, degeneraría su poder hasta el punto de la debilidad. Ella siempre fue una diosa, mi diosa.

Supongo que alguna vez se lo dije, en vano.

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